Cada tanto suspira. Sus pectorales de guata y paño se inflaman y desinflan. Pesadamente. Uno podría suponer que el ser humano dentro del disfraz de gorila tiene calor, y el agotamiento sudoroso lo hace gemir. Pero es evidente que suspira por otras dolencias. Por la indiferencia del mundo, por el cansancio variopinto, por el mensaje que no recibe respuesta. Y también henchido de amor, de armonía, de comunión con su público que lo escucha embelesado y reflexivo, presente, contante y sonante. Por eso también suspira, como suspiran los enamorados. Porque, en efecto, una velada musical con el Mono Que Ladra, es un encuentro de amor. Ese amor tanguero, que es a la vez sentimental y recio. Que dice y sugiere, manda a guardar y acaricia. Nunca, o casi nunca en un recital, se escucha tanto y tan atentamente. Porque el Mono, que es cantor y decidor, intérprete y expositor, hace que escuchemos música y palabras con todo nuestro cuerpo. Entonces todo es presencia, y están allí con nosotros sus hermanos elegidos, resucitados, celebrados: Discépolo, Cátulo, Girondo, Tuñón, Manzi (la versión de "Milonga triste" es una puñalada en las neuronas). Y es tan bueno convivir de noche con poetas...
En nuestra "sociedad del espectáculo", donde todo es mostrado y exhibido, circulan espúreas definiciones sobre el ser artista, todas en general ligadas al travestismo moral y a las máscaras del alma. Mi mono cantor se disfraza para desencubrir sentimientos y expresar ideas: trabajadas, elegidas, enlazadas en texto y música para nosotros, para sí mismo, para los muertos sin honores merecidos. El trabajo doloroso y sagrado de un artista.
Por eso, en esos suspiros se mueven aires que, como los árboles, purifican el aire.